CAPÍTULO I
El puente romano
–¿Tú sabes en qué orilla del Ebro hemos quedado? Porque yo no tengo ni idea.
Por enésima vez en los últimos 300 quilómetros, Eva y Tom estallaron en una carcajada. Con tantas emociones habían olvidado fijar el punto exacto dónde se iban a encontrar con Stefan y Liv, que llegaban del sen- tido opuesto, del norte.
Tres horas antes, de madrugada, Eva había recogido a Tom en Barajas. Venía de Chicago y hacía dos años que no se veían. Durante el viaje en coche se habían puesto al día de todo y ahora, a pocos metros de su destino, Eva caía en la cuenta de que no habían acordado donde se reunirían.
–¿Pero no hemos quedado en un puente? Si Stefan y Liv vienen del otro lado, cruzamos y ya está –dijo Tom entre risas.
–Hay un pequeño problema, Tom. Resulta que ese puente ¡lleva en ruinas más de cuatro siglos!
Mientras hablaba, Eva señaló a lo lejos, hacia una estrecha y sinuosa franja de un verde brillante que destacaba entre el mar de viñas. Eras los chopos que flanqueaban el río Ebro. Ya llegaban.
Dejaron la carretera y enfilaron por un camino de tierra hasta el borde de un barranco, justo donde acababa el viñedo. Salieron del coche. Veinte metros más abajo el río corría con su fuerza tranquila.
A ambos extremos del cauce, dos enormes arcos de piedra emergían del rumor de las aguas. Firmes y recios, siempre separados entre sí, pero siempre unidos por el Ebro y por la historia. Esas dos moles era todo lo que quedaba del puente romano de Mantible. Durante mucho tiempo había sostenido el paso de agricultores locales y de viajeros de tierras lejanas, de peregrinos y de comerciantes. Mantible había unido las dos Riojas.
Eva y Tom contemplaron un buen rato las ruinas. Los primeros rayos de sol las pintaban de oro. La calma y el perfume del tomillo y del romero llenaban el aire de aquella mañana de junio. En las cepas, las hojas abun- dantes daban cobijo a unas uvas aún pequeñas y prietas.
–Todo lo que se ve al otro lado del Ebro es la Rioja Alavesa –dijo Eva. Había estado antes en la región y conocía bien la zona
–. Es como una suave pendiente que desde aquí, desde la orilla del río, va subiendo y subiendo entre viñas y pequeños pueblos hasta la sierra de Cantabria, esa muralla de bosque y roca que hay al fondo. La vista desde ahí es impresionante, un día de estos subiremos. –Así que es aquí de donde surge el motivo de nuestro viaje... –dijo Tom mientras el movimiento horizontal de su brazo abarcaba la extensión de la Rioja Alavesa.
–Sí –respondió Eva–, son estos viñedos, estos caminos rurales, estas poblaciones tan auténticas y estas bodegas antiguas y modernas a la vez. –Engimática, añadió:– y, claro está, el vino que nosotros sabemos. ¿Nos damos un chapuzón?
Cogieron un par de toallas y bajaron al río. Las piedras del viejo puente que quedaban de este lado resguardaban una especie de piscina tranquila y poco profunda, al margen de la corriente principal. Se bañaron y un cuarto de hora más tarde, tumbados al sol sobre una roca de la riba, ya estaban profundamente dormidos. El sonido insistente del móvil despertó a Eva.
–¿Di, diga? –¡Por fin! ¡Llevo diez minutos llamándote!
Le costó unos instantes para reconocer la alegre voz escandinava de Liv, su amiga del alma.
–¿Dónde estáis? –preguntó Eva. Liv le respondió con tono jocoso: –Levanta tu cabecita y mira hacia arriba a tu izquierda. ¿Nos ves?
Liv y Stefan habían llegado: les contemplaban riendo desde la orilla opuesta.
CAPÍTULO II
Un restaurante en Londres
Se conocieron en Berlín años atrás. Eva estudiaba con una beca Erasmus, Tom hacía fotografías y Stefan acababa de entrar de pinche en una pizzería. Los tres compartían piso en el barrio de Kreuzfeld. Más tarde llegó Liv. Trabajaba en una pequeña galería de arte. Trabaron una amistad tan profunda que cuando aquella etapa acabó decidieron seguir viéndose cada dos años en un lugar diferente. Desde entonces se habían reencontrado en París, en las islas griegas, en Helsinki y, la última vez, en Londres, donde Stefan, tras haberse curtido en cocinas de media Europa, había abierto Gare de Lyon, su propio restaurante.
El Gare de Lyon mezclaba el encanto acogedor de una posada tradi- cional inglesa con innovadores toques de decoración. La bodega estaba a la vista, tras una gran pecera curva de cristal que dejaba ver cientos de botellas iluminadas tenuemente. Stefan había guardado la mejor mesa, justo al lado de la bodega.
Liv y Tom llegaron los primeros. Stefan salió a recibirles con su uni- forme blanco de chef. Estaba radiante. Las cosas en el Gare de Lyon le empezaban a ir muy bien y aquella noche iba a poder celebrarlo con sus mejores amigos. La puerta se abrió de nuevo: era Eva. Ya estaban todos.
Media hora más tarde brindaban por el reencuentro ante un despliegue de deliciosos entrantes. Stefan les había querido sorprender con platos que se inspiraban en las respectivas gastronomías y las conducían a terrenos inéditos. En honor de Liv, había preparado una interpretación del famoso plato El Mar, creado por un conocido restaurante de Copenhague. Sus penetrantes sabores marinos transportaban a un agreste acantilado nórdico. Pensando en Tom, cocinó pequeños burgers a la manera de la nueva cocina norteamericana, con salsa gribiche y un condimento a base de manzana ácida. Y para Eva, la propuesta consistía en un gazpacho de cereza, queso fresco y jamón ibérico, un contraste de sensaciones entre la tradición y el sentido más innovador.
Con cada nuevo plato Stefan proponía un vino diferente, y el resultado era un recorrido por los paisajes vinícolas del mundo. El mercado inglés del vino sempre se ha caracterizado por su gran cosmopolitismo y la bodega del Gare de Lyon, tan bien surtida, era un fiel reflejo de los conocimientos y las ganas de descubrir del consumidor londinense.
Aún faltaba lo mejor.
–¿Estáis preparados para una explosión de tradición local? –preguntóStefan asomando por la puerta de la cocina.
Salió con un carro camarera que transportaba una gran bandeja de tapadera plateada. La destapó y apareció una jugosa pieza de rosbif a la inglesa acompañada de peras al horno, patatas y puding. Alrededor del asado, una infinidad de pequeñas salseras contenían aderezos de arándano, romero, cebolla, menta o grosella.
Stefan fue a buscar un decantador lleno de vino tinto que había reser- vado para la ocasión. Era la última carta que guardaba para impresionar al grupo.
Al olerlo todos supieron que estaban ante algo grande. Su compleji- dad aromática era una sinfonía de notas de especias y maderas nobles, de confitura de frutas silvestres maduras, de frescura limpia y profunda. Tras el primer sorbo, se hizo el silencio. Un carácter marcado, una distinción atemporal. Volumen y fuerza, y a la vez la fragilidad de la seda. Aquel equilibrio parecía casi imposible. La rusticidad genuina se suma- ba a la elegancia. Era un vino que sobrecogía y a la vez entraba lleno de vida. Un vino para beber y para hablar de él. ¿Qué era aquello tan maravilloso?
Una hora y dos botellas más tarde, Stefan les propuso un plan tentador:
–Acabo de tener una idea loca: ¿por qué no hacemos nuestro próximo encuentro en el lugar de donde procede este Eguía Reserva que nos deja sin palabras?
Así fue como en una noche inglesa empezó este viaje que trajo a cua- tro amigos a orillas del Ebro.
CAPÍTULO III
Las calles de Logroño
Liv y Stefan subieron al coche y cruzaron el río por el puente más cercano, que estaba a unos siete u ocho quilómetros de allí. Siguiendo por el móvil las indicaciones de Eva no tardaron en llegar a la margen sur. Abrazos, risas, los cuatro de nuevo juntos y un sol radiante. El primer día en tierras riojanas empezaba de la mejor manera.
Eva sabía que el buen tiempo era un aliciente a la que sus amigos valoraban de forma especial. En el piso que compartían en Berlín, se aba- lanzaban a la terraza siempre que el sol asomaba siquiera unos minutos. Y en primavera le maravillaba ver cómo todo el mundo salía de los comercios, de las cafeterías e incluso de las oficinas para aprovechar al aire libre hasta el mínimo instante de buen tiempo. Así que no le extrañaban nada las caras de felicidad de Liv, Tom y Stefan bajo el cielo de La Rioja. Y era sólo el primer día.
Ya era media mañana y tomaron la carretera hacia Logroño, la capital. Aparcaron en la zona moderna de la ciudad y un corto paseo les condujo hasta el casco antiguo, donde un gran edificio art déco parecía darles la bienvenida. Era el famoso mercado de San Blas, del que salían y entraban sin cesar decenas de personas con bolsas y carros de la compra. En su interior, mil estímulos y colores recibían a los visitantes. Alrededor de la isla central, que acogía los puestos de verdura, se sucedían las pequeñas tiendas de carnes, pescados, salazones y legumbres.
–¡Lo que cocinaría yo con todo esto! – exclamó Stefan.
–¡Y lo que disfrutaría yo comiéndolo! –respondió Tom –. ¿No teneís hambre? Yo estoy desfallecido.
–No te preocupes Tom, en cinco minutos lo solucionamos –dijo Eva señalándole la salida.
Fuera del mercado les esperaba una trama medieval repleta de vida y de algo que da fama a la ciudad: los bares de pinchos del centro histórico. En las calles Laurel, San Agustín, San Juan y Portales cincuenta establecimientos despliegan sus propuestas culinarias en miniatura. Cada uno se ha especializado en dos o tres tapas singulares, lo que favorece el sentido de ruta gastronómica.
–¿Por dónde empezamos? –dijeron al unísono Tom y Stefan, visiblemente emocionados ante la perspectiva de un festín de pinchos concentrado en apenas doscientos metros.
Cazuelitas, rotos, zapatillas, oreja. Solomillos, sorditos, bocatitas. Zorropitos, matrimonios, wonderbras. La oferta era extensa, los nombres, divertidos, los sabores, fantásticos. A Stefan le entusiasmó la potencia esencial del célebre pincho conocido como champi: sobre la rebanada de pan, tres grandes champiñones asados con una gamba en la cumbre y el aderezo de una salsa que potencia el sabor del conjunto. Tom se rindió ante los cojonudos, una potente alianza entre la rodaja de chorizo, el huevo de codorniz frito y la tira de pimiento rojo picante. Las copas de vino, la buena conversación y la simpatía de la gente completaban el momento. Aquella era la mejor manera de empezar una semana riojana.
–Lo que más me gusta de esta tierra es cómo ha sabido combinar lo moderno con lo tradicional –explicaba Eva entre bar y bar–. Se nota especialmente en la cocina; hay recetas de toda la vida conviviendo con apuestas muy innovadoras. En las barras de la Laurel, por ejemplo, ves sabores ancestrales y gustos inéditos, presentaciones que ya hacía mi bis- abuela con platos dignos del restaurante de Stefan.
–¡Creo que voy a vender el Gare de Lyon para abrir una taberna aquí! –saltó Stefan. De repente Liv alzó su brazo hacia la estantería del bar en que se encontraban y soltó una exclamación triunfante:
–¡Botellas de nuestro vino favorito!
CAPÍTULO IV
La sorpresa
La etiqueta de la mano extendida, con el lema “in vino veritas”, era in- confundible. Eguía, “La verdad y nada más que la verdad”, Crianza. Uno de los vinos hermanos del mítico reserva que habían bebido en Londres. Nítido, fresco y de sabor redondo, el crianza resultaba perfecto para tomar con una tapa de solomillo a la pimienta. Dos minutos más tarde disfrutaban del equilibrio, la autenticidad y la claridad del Eguía.
–Creo que es el momento de deciros algo –dijo Eva enigmáticamente–. Ya no aguanto más, tengo una sorpresa para todos.
Los demás la miraron expectantes.
–Hace unos meses, al preparar este viaje, se me ocurrió una cosa – continuó–. Conseguí el teléfono de Viña Eguía, llamé y pregunté si sería posible visitar la bodega, en Elciego. Nos recibirán mañana mismo.
El grito de alegría que profirieron tres gargantas al unísono se oyó en cinco o seis bares a la redonda. Era una idea fantástica para profundizar en las raíces del emocionante viaje que estaban empezando.
Al día siguiente, los cuatro amigos salieron de Logroño en dirección a Elciego. Cruzaron el Ebro por el antiguo puente de piedra de la ciudad y en unos minutos entraron en la Rioja Alavesa. El trayecto ofrecía unas vistas preciosas a los viñedos, enmarcados, al fondo, por la imponente sierra de Cantabria.
Volcado desde hace siglos en la elaboración de vinos, Elciego es un pueblo de colores ocres y casas sólidas, entre las que destacan las airosas torres de la iglesia de San Andrés. Más allá de su núcleo de callejas y plazas, de palacios y fachadas barrocas, su imagen se ha enriquecido en los últimos años con la construcción de nuevas bodegas de arquitectura espectacular. Elciego es la cuna del moderno vino de Rioja, ya que fue aquí cuando hacia 1870 se introdujo la crianza de vinos al estilo de Burdeos.
En las bodegas Viña Eguía, Javier y Chema, dos de los responsables de la bodega, les esperaba en la amplia plaza que servía de recepción de todo el recinto. A su espalda se extendía un conjunto de edificios de formas y dimensiones diferentes. Más allá, tras el muro del recinto, asomaban los pámpanos verdes de las viñas de la propiedad.
Tras una cordial bienvenida, Javier les condujo hacia el primer edificio.
–Cuando llega la uva vendimiada –explicó–, el primer paso es su entrada en la zona del lagar, donde se selecciona, se despalilla y se desenfanga. Después pasamos el mosto resultante aquí –y abrió unas grandes compuertas. Al otro lado apareció una enorme nave de techos altos y un largo pasillo central. A ambos lados se alineaban decenas de depósitos de acero.
–Podríamos decir que en esta sala nace el vino como tal. En el interior de estos depósitos se produce la fermentación. Cuando finaliza, el proce- so sigue caminos diferentes según sea el destino final de consumo: vino del año, crianza o reserva.
–¡Esto es muy emocionante! –exclamó Liv–. Cada vez que tome una copa de Eguía recordaré los secretos de su elaboración.
–No hay ningún misterio –respondió Javier–. Es una suma de saber, práctica, tradición, innovación y mucho respeto por los procesos natura- les. Es justamente eso: seguir la verdad de la naturaleza.
La visita siguió debajo del nivel del suelo, en una sala diáfana de grandes dimensiones donde descansaban miles de barricas de roble. Aquí, ajenos al ajetreo del exterior, los vinos iban evolucionando dentro de la calma que proporciona la madera.
–¿Qué planes tenéis estos días? –preguntó Javier al final del recorrido.
–Queremos conocer a fondo toda esta región. Y disfrutar del vino, claro -respondió Eva.
–Os voy a dar unas cuantas indicaciones que os serán de utilidad –Javier les hizo pasar a las oficinas–. Y además, unas cajas de Eguía crianza, para que sigáis pasándolo tan bien con nuestro vino.
CAPÍTULO V
Una semana inolvidable
–¿Veis el curso del Ebro? Va trazando una línea sinuosa entre los vi- ñedos. La Rioja Alta queda a la derecha, la Rioja Baja, a la izquierda, y justo delante, a nuestros pies, toda la parte alavesa. Ahí abajo se puede entrever Elciego. Y al fondo, en el otro extremo del valle, las sierras de la Demanda, Cebollera y Cameros.
Era un día muy claro y la nitidez facilitaba la descripción que hacía Eva desde el Balcón de la Rioja, un mirador excepcional que parecía literalmente colgado de las rocas de la sierra de Cantabria.
Hacía siete días que no paraban. Tras su visita a la bodega de Viña Eguía, habían trazado un completo plan que les llevaría a todos los rincones de aquellas tierras. Había múltiples posibilidades y, para empezar, se decantaron por la vertiente más natural y agreste. Visitaron el valle de Ezcaray, con sus aldeas y sus verdes barrancos. Practicaron el senderismo por las montañas del sistema Ibérico, recorrieron los extensos hayedos de la Sierra Cebollera y llegaron hasta remotos pueblos abandonados. La Rioja más desconocida y recóndita les ofreció un paisaje de excepción. Desde los montes más altos podían verse incluso las cumbres de los Pirineos, aún blancas en aquel mes de junio.
En la sierra de Cameros, se habían adentrado en las cuevas de Ortigosa y habían seguido la ruta del cañón del río Leza, que les condujo por parajes abruptos sobrevolados por buitres.
–Con tanto andar, voy a perder mi apreciada figura de cocinero bien alimentado –suspiró Stefan al llegar a la casa rural donde se alojaban. Y añadió–: Propongo cambiar de tercio, ¡mañana, ciudades y pinchos de nuevo!
Se había abierto así una segunda etapa en su estancia que les llevaría por Alfaro, Calahorra, Arnedo, Nájera... y las múltiples iglesias, murallas, capillas y casonas que hallaron a su paso.
En el monasterio de San Millán de la Cogolla, muy cerca de la villa de Nájera, pasaron horas empapándose de su milenaria cultura. El escritorio del monasterio conserva algunos de los códices medievales más importantes de Europa. Ese día, mientras sus compañeros fueron a comer, Liv prefirió quedarse consultando antiguos manuscritos. Eran su gran pasión.
–He descubierto algo maravilloso –dijo Liv cuando se encontraron más tarde–. Escuchad esto:
“Quiero hacer un prosa en román paladino,
en la cual suele el pueblo hablar con su vezino,
pues no soy tan letrado para hacerla en latino;
bien valdrá, como creo, un vaso de buen vino”
–Es uno de los primeros versos en castellano –añadió–, escrito en el siglo XII por un monje de este monasterio llamado Gonzalo de Berceo, ¡y en él ya se habla del vino!
–Como en todas las regiones con fuerte tradición vinícola –explicó Eva–, aquí el desarrollo de la viticultura en la Edad Media tuvo mucho que ver con las órdenes monásticas.
Entre historias antiguas y planes de futuro, pasaron esos últimos días visitando bodegas, viñedos, paisajes y, como comentó Tom divertido, “cientos de bares para brindar por Berceo y todos los que han sabido alabar el vino”.
Y así, en síntesis, había trascurrido una semana inolvidable. El viaje tocaba a su fin.
Al bajar del Balcón de la Rioja avistaron una de sus poblaciones fa- voritas: Laguardia. Resolvieron volver a perderse, como habían hecho días atrás, por las calles empedradas y las peculiares cuevas que horadan todo el casco medieval de esta villa, cabeza de la Rioja Alavesa.
Apenas habían entrado a la población por una de las puestas de sus murallas cuando Eva recibió una llamada de Javier.
CAPÍTULO VI
Cena de despedida
–¿Qué hacéis esta tarde? –preguntó Javier al otro lado del teléfono–. –No tenemos nada decidido… ¿Por qué? –respondió Eva.
–Os propongo una inmersión gastronómica en los productos de la zona, para acabar con una cena muy especial. Por supuesto, con un com- pleto maridaje. En Viña Eguía, dentro de dos horas.
No hizo falta debatir la propuesta, a todos les pareció el mejor cierre posible para su viaje. Tras un paseo por el casco viejo de Laguardia, emprendieron el camino a Elciego.
La carretera serpenteaba entre barrancos, laderas, pequeñas hoyas y terrazas cultivadas. La geografía de la Rioja Alavesa, junto al trabajo de sus habitantes, convertidos en auténticos escultores del paisaje, ha creado un lugar privilegiado para la viticultura. Un mosaico de viñas de tempranillo que expresan personalidad, esfuerzo y compromiso con un placer futuro.
Mientras llegaban a su destino, los rayos oblicuos del sol bañaban el viñedo. Era el último atardecer del viaje.
La sala de catas de Viña Eguía ya estaba preparada. Javier, Chema y otras nueve o diez personas charlaban animadamente entre varias mesas altas. A un lado de la sala, aguardaban preparadas unas cuantas botellas de los vinos de la casa.
Mientras Javier hacía las presentaciones, entró su padre, Julián, propietario de la bodega, una de las personas clave para entender el presente del vino de Rioja Alavesa.
–Abajo ya lo tenemos todo a punto para lo más importante –comentó Julián dirigiéndose a los invitados–. Pero antes, tomaremos unos entrantes que os van a decir mucho del carácter de esta tierra, que es una suma de tradiciones y de cosas modernas.
Empezó entonces un festín de pequeños platos que abarcaban desde los sabores ancestrales hasta los nuevos caminos que sigue la gastronomía riojana. En todoes ellos, una extraordinaria materia prima que es la pura esencia de lo que dan de sí el valle y los montes que flanquean el curso del río Ebro.
Sobre diferentes bandejas fueron apareciendo propuestas culinarias diversas. En primer lugar, la honestidad de unos excelentes productos casi sin elaborar: jugosas hortalizas con una cocción justísima, embutidos suculentos, la simplicidad contundente de unos pimientos rellenos...
A continuación, pequeñas raciones con recetas antiguas, fruto de una cocina sabia, como los estofados, los revueltos, los guisos que atesoran paciencia y una distinción rústica. Finalmente, las preparaciones de la vanguardia, de nuestro presente, que expresan el equilibrio entre la calidad de un origen nítido, el acervo histórico y una cierta provocación.
Para acompañar estos entrantes bebieron el Eguía Crianza, de entrada fresca, alegre y afinada, y el Eguía Reserva, profundo, noble y completo, que potenció decisivamente los sabores más intensos.
–Bueno, ahora viene lo mejor, ¡todos al merendero! –exclamó Julián al acabar.
Fuera ya había anochecido. Una hilera de pequeñas antorchas iluminaba el corto camino que condujo al grupo hacia un amplio porche. A un lado ardía sobre el suelo pedregoso una gran hoguera. Unos metros más allá empezaba el viñedo.
–Si existe algo que define nuestra gastronomía –explicó Julián–, es esto que vamos a preparar y comer: unas chuletillas de cordero al sarmiento. Y por supuesto, con los sarmientos de aquí, de las vides de Viña Eguía.
En unos minutos el fuego quedó reducido a brasas y sobre la parrilla todos ayudaron a distribuir decenas de pequeñas chuletas. Se asaron por ambas caras y al poco rato las pudieron degustar. Julián estaba en lo cierto: la carne tierna del cordero, aromatizada por la cocción del fuego de las ramas de la vid, condensaba un sabor singular, una tierna delicia que se grababa en la memoria: era la definición sensorial de esta tierra de vino.
El Gran Reserva de Eguía, acompañó el momento. Genuino, personal, estructurado, es un tesoro vinícola que une carácter y verdad.
La conversación fluía mientras daban cuenta de las chuletillas. La cena iba estrechando las amistades y trenzando nuevos vínculos.
–Va a ser difícil superar este encuentro –susurreó Tom a Eva. Y añadió: – Aunque tengo una idea que como mínimo puede intentar igualarlo.
CAPÍTULO VII
Destino Nueva York
Desde que llegaron a La Rioja, Tom, que ya contaba con una firme trayectoria como fotoperiodista, había estado disparando con su cámara sin parar. El territorio, los monumentos, la gente, los lugares del vino, los platos, las viñas: a todo le sacaba un lado icónico, bello, interesante o memorable. Había traído consigo un equipo profesional aunque sencillo; estaba convencido de que lo más importante es el ojo del fotógrafo. Y con buen ojo había empezado a captar excelentes imágenes.
Estaba tan satisfecho que un día, mediado el viaje, decidió enviar algunas copias de muestra a su representante, en Chicago. A partir de entonces, todo se había acelerado vertiginosamente.
La mañana siguiente, Jay, el representante, llamó a Tom.
–Esto es uno de los mejores trabajos que has hecho en tu vida, Tom –dijo–. Parece que has encontrado un lugar especialmente favorable a tu creatividad.
–Sí, esto me gusta mucho. De todas maneras, ¿no estás exagerando? Sólo he hecho unas pocas fotos –dijo Tom.
–Por eso –dijo Jay–: son sólo 10 imágenes pero de una potencia increíble. Y no soy el único que lo dice. ¿Estás sentado?
–¿Por qué? –respondió Tom riendo. –El International Center of Photography te va a proponer una exposición monográfica de esta serie. Para el próximo año, dentro de un programa nuevo que llaman ‘Paisajes del mundo’. Es una oportunidad única, Tom. Tendrás que hacer mucha más fotos de ese lugar. Esto es imparable.
La cena en Viña Eguía tocaba a su fin. Después de un postre de helado de cuajada, llegaron los cafés y los licores. Tom aprovechó un breve instante de silencio y se levantó de su silla mientras tintineaba su copa con un cubierto. Todos los ojos se clavaron en él.
–Hay algo que quiero compartir con vosotros –dijo–, porque de alguna manera sois y seréis partícipes. Me han ofrecido hacer una exposición en Nueva York de un trabajo que es todavía incipiente pero que ha gustado mucho: las fotos que he estado sacando estos últimos días por aquí.
Sacó una carpeta de su bolsa y la pasó a Eva. Dentro había unas cuantas fotografías. Eva las repartió entre los presentes.
–Tendré que volver cuando la vendimia y más adelante, en otoño, para tomar nuevas imágenes: los trabajos de la recolección, la actividad en la bodega, los colores otoñales… –continuó Tom–. Más tarde, durante el invierno, prepararé todo el material.
–¿Y cuándo es la inauguración? –preguntó Javier.
–En abril, y espero que vengas, y todos vosotros también –dijo Tom señalando a sus tres amigos–. Y para que así sea, he pensado algo.
Entonces les explicó su idea.
Al parecer, el trato que el museo ofrecía a Tom iba más allá de la exposición y abarcaba la posibilidad de organizar actividades paralelas. Tenía carta blanca para montar la muestra, la inauguración y cualquier otra acción que quisiera llevar a cabo alrededor de su obra. Tom no había tardado mucho en pensar lo que quería hacer. Prepararía una inauguración especial inspirada en los sabores riojanos. ¿No documentaba su producción fotográfica aquella tierra? Pues qué mejor que abrir la ex- posición con una gran barra de pinchos y vinos. Además, semanalmente, organizaría una cena para invitados seleccionados en la que se servirían manjares tan deliciosos como los de esta noche en Viña Eguía.
–Si quieres, sería genial que tú te encargaras de la parte gastronómica –dijo mirando a Stefan.
Después, dirigiéndose a Julián y a Javier, Tom preguntó:
–¿Qué me decís sobre poner Eguía como vino de referencia, tanto en la inauguración como en las cenas? Creo que para trasmitir la verdad que contienen las imágenes, nada mejor que este vino de verdad.
Al cabo de diez meses, Eva, Liv, Stefan, Tom y sus amigos de Viña Eguía se encontraron en una moderna sala de exposiciones de Nueva York. Pero esa es otra historia.